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martes, 29 de marzo de 2011

Indignación (I). Parece que aquí no pasa nada.

Estos días visita nuestro país Stepháne Hessel, un nonagenario francés que tras militar en la Resistencia francesa luchando contra la invasión nazi, participó en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y que hoy está de plena actualidad porque el año pasado publicó un breve escrito dirigido a los jóvenes galos con el que pretendía incitarles a una rebelión pacífica frente a los actuales acontecimientos que oscurecen el futuro: Indignez vous. Esta obra, con hechuras de panfleto político (en el mejor sentido de la expresión) ha resultado ser un fenómeno editorial sin precedentes que ha trascendido las fronteras del país vecino para ser publicada y convertirse en referente en otros países como España (donde ha sido publicado por la editorial Destino y prologado por José Luis Sampedro).


Hessel se dirige a la juventud de su país pero el suyo es un mensaje universal. Esta lúcida mente de noventa y cuatro años afirma que a nuestro alrededor podemos encontrar numerosas razones que conduzcan a que nos indignemos: la destrucción del estado del bienestar, los orígenes de esta crisis económica, los movimientos xenófobos e insolidarios, el modelo productivista, el papel de los medios de comunicación... Como subraya Sampedro en el prólogo, vivimos en Europa, cuna de culturas, de la democracia, del estado de bienestar... Debemos defender este legado. La convivencia cultural, la democracia real, las conquistas sociales...

Entrevista a Stephane Hessel en "Hoy por hoy", cadena SER (28/03/2011)

Sin embargo, en España no nos indignamos. Parece que nada justifica que alcemos la voz o nos movilicemos (más allá de salir a la calle cuando España ganara el Mundial, claro). Asistimos de manera pasiva a la sucesión de acontecimientos que vivimos, más grandes o más pequeños, exógenos o de un carácter marcadamente local, de carácter económico o de ámbito social.

Vivimos en carne propia la Gran Depresión de nuestra era (sólo la generación de Hessel puede hablar con propiedad de la original que nosotros sólo conocemos por los libros de Historia), cuyos orígenes se escapan con mucho de las manos de un ciudadano medio que nada tuvo que ver con sus causas (más allá de ser una pieza más del modelo económico que tenemos). Una crisis que empezó en el sistema financiero debido a las arriesgadísimas (e incomprensibles, para el ciudadano medio) operaciones de sus gestores y grandes beneficiarios, aquéllos que han estado acumulando los excedentes de riqueza que no se han redistribuido entre toda la población. Esa crisis acabó llegando, claro, a la economía real, y la pagamos todos. Sobre su altar se están sacrificando importantes conquistas sociales de las últimas décadas vinculadas al sistema de Seguridad Social. Y no pasa nada.

En nombre de los mercados se reducen las inversiones públicas, se recortan servicios, se congelan pensiones, se aumenta la edad de jubilación y los números de años de cotización necesarios... ¡En nombre de los mercados! ¡Te lo juro por Moody's! Pero qué broma es esta. Asistimos impasibles (temerosos, a lo sumo) al dantesco espectáculo de los tiburones rodeando a la próxima presa, viendo caer a países enteros mientras se hacen cábalas sobre cuál será el próximo, mientras descubrimos que no sólo no se actúa contra los paraísos fiscales, sino que incluso España se comporta como tal. Y no pasa nada.

No sólo se reconoce que existe un alto grado de economía sumergida, sino que se afirma que se va a favorecer que aflore para, a continuación, perseguir más intensamente a la que permanezca fuera del sistema. ¿Qué pasa? ¿Es que acaso hasta ahora no se perseguía con la intensidad necesaria? Esperemos que funcione un poco mejor que la lucha contra el gran fraude fiscal. Y parece que no pasa nada.

Europa no es capaz de aprovechar la crisis como si de la oportunidad definitiva para ahondar en el proceso de integración se tratara. Al contrario. Crecen los recelos, la insolidaridad, los movimientos interesados y abiertamente anti-europeístas. ¡Pero qué es esto! ¿No se supone que todos estamos convencidos y queremos más Europa (o algo parecido)? Y no pasa nada.

En Japón se produce uno de los mayores accidentes nucleares de la Historia y el debate que debería estar produciéndose respecto al modelo energético se está produciendo con sordina, en el mejor de los casos. Europa no es capaz, una vez más, de coordinarse. Nuestros gobiernos no tienen opinión o, peor, la cambian con la misma facilidad que lo hace la dirección del viento. Y no pasa nada.

Nuestros políticos no están a la altura. O, simplemente, no están, ni se les espera. Parecen carecer de criterio, de valores, de escrúpulos... Y no me estaba refiriendo a sus corruptelas, que también. Especialmente en este país, donde clama el cielo. El último ejemplo, el del eurodiputado español del Grupo Popular Pablo Zalba, dispuesto a aceptar un soborno por enmendar una norma al dictado de un lobby. Y no pasa nada.

En este país en el que acostumbramos a levantar la voz en discusiones familiares y tertulias de bar asistimos de manera pasiva a este circo que envenena el pan nuestro de cada día. Resignados. Con el conformismo del que aspira a quedarse como está. Con la ambición del que cree que las cosas han funcionado siempre de la misma manera y que un individuo nada puede hacer, nada puede cambiar.

Nada más lejos de la realidad. Continuará.

Actualización (30/03/2011): traducción del texto de Hessel difundida por ATTAC

lunes, 14 de marzo de 2011

Tsunami nuclear, ola de debates.

Natural y artificial. Dos adjetivos que implican la ausencia o presencia de la mano del hombre acariciando el sustantivo de turno. Así, tendríamos una catástrofe natural cuando ésta se ha producido por acción y efecto de la la fuerza de la naturaleza, ajena, pese a nuestros vanos intentos, al control humano. Por contra, una catástrofe sería artificial cuando es fruto de la acción del hombre. Eso sí, adjetivémosla como queramos pero, a la postre, una catástrofe es una catástrofe: un suceso infausto que altera gravemente el orden regular de las cosas, nos dice la académica definición de la RAE.

Pero, desde mi punto de vista, existen diferencias. Mientras lo natural es inevitable, lo artificial, por definición, no puede serlo: si no hay actuación humana (que operaría como suceso infausto), no puede haber nada calificado como artificial.

Y del plano teórico bajemos a uno más terrenal, y busquemos un ejemplo: Japón. El terremoto y el tsunami subsiguiente del pasado viernes fueron una catástrofe natural. La posterior crisis nuclear que en estos momentos sufre el país nipón (y sus aun muy inciertas consecuencias) es una catástrofe, sí. Pero artificial. La central nuclear de Fukushima no floreció "naturalmente". Fue fruto de una decisión humana que, después de evaluar los riesgos, se entiende que consideró el salpicar la geografía japonesa de centrales nucleares como un riesgo asumible (y necesario, para sostener la tercera economía mundial, la de un país de casi 130 millones de habitantes). Volviendo a la definición de la RAE, el orden regular de las cosas es que la economía japonesa funcione, necesitando una gran cantidad de energía que es provista, en su mayoría, por estas centrales nucleares a supuesta prueba de terremotos (como casi todo allí). Y parece ser que los terremotos los resisten, no tanto así los tsunamis.

El problema evidente para mi no es si las centrales son lo suficientemente seguras o no; si se pudó prever la catástrofe natural o no; si las medidas de seguridad y prevención adoptadas eran las mejores... Lo relevante, para mi, es que estamos hablando de una energía, en esencia, muy peligrosa e insegura con la que se juega a la ruleta rusa. Se asume que, sí, es peligrosa e insegura, pero que sus réditos merecen la pena.

El despliegue de medios del lobby nuclear, nuestro modelo de crecimiento (y, por qué no decirlo, de vida) basado en el consumo ineficiente de recursos y una ciudadanía desinformada y en demasiadas ocasiones apática, han determinado que el debate en torno a "lo nuclear" se haya ido diluyendo en los últimos años hasta el punto de no sólo desaparecer, sino de llegar a presentar a esta energía como imprescindible e insustituible.

El desastre japonés, como antes lo fueron Three Mile Island o Chernóbil (y no estoy comparando... aun desconocemos las consecuencia finales de lo que ocurre en Fukushima y las otras centrales), representa un aldabonazo en la conciencia colectiva mundial que ha despertado de golpe y de forma paralela el interés y la preocupación de la ciudadanía por este tema.

Creo que es un momento que no debe dejarse pasar para sacar a la palestra de una vez por todas no ya el debate sobre la energía nuclear, que también, sino un debate más amplio sobre el modelo de energía: el que tenemos, el que necesitamos, el que querríamos, el que podríamos tener y, en última instancia, aquél por el que apostamos.

Porque actualmente no contamos con un modelo, ni claro ni definido. Y tampoco contamos con una Administración  que explique de manera apropiada y suficiente las consecuencias que tienen factores como: dependencia exterior, implicaciones geopolíticas, coste económico y escasez de materias primas, contaminación y sostenibilidad...

El debate no puede limitarse a un nucleares SÍ / nucleares NO... Es un buen punto de partida, pero debe ser imperativo debatir el todo, y no sólo una parte. Ahora varios países (Alemania y Suiza), tras los sucesos de Japón y la presión de sus opiniones públicas (estos días sí somos más fuertes que los lobbies) se están replanteando su política nuclear, lo cuál no deja de ser sorprendente. Si hoy se lo replantean, podían haberlo hecho ayer. Si hoy se puede prescindir de lo nuclear, ayer también se podía. Este es el problema. Que no hay debate (o lo que había era un falso debate, un trágala) ni transparencia. Que se descalifica sin más a las voces que se oponían y que abogaban por otras energías alternativas viables, como las renovables (necesitadas de impulso público, por supuesto; pero ¿acaso no cuesta dinero público la gestión de sus residuos? ¿el desmantelamiento de las centrales? ¿muchas veces su construcción? ¿y las consecuencias de sus posibles accidentes?). A estos grupos, ecologistas normalmente, se les tachaba de utópicos, y se contratacaba con un arsenal de argumentos preparados por el poderoso lobby nuclear y que llegaba a calificar a esta energía de barata, limpia y segura.

Japón nos recuerda que no es segura. Los residuos que heredarán varias generaciones nos recuerdan que no es limpia. Y los costes que lleva aparejada la construcción de una central (¿por qué ninguna de nuestras eléctricas se ha lanzado a levantar una, sin ninguna moratoria en vigor desde 1997? Parece que es más rentable promover la vida útil de las ya amortizadas más allá del plazo para el que fueron diseñadas...), su desmantelamiento, la gestión de residuos, el coste de una materia prima finita como el uranio... nos recuerda que no es económicamente rentable.

Como no es nada nuevo, habrá que poner encima de la mesa todas las cartas, todas las opciones, todas las voces. Y abrir el debate para decidir qué queremos y hasta dónde estamos dispuestos a llegar y a arriesgar. Cabalgar este tsunami nuclear para transformarlo en una ola de debate sobre el modelo energético.

martes, 8 de marzo de 2011

La diarrea legislativa como síntoma.

El pasado sábado 5 de marzo de 2011 se publicaba en el Boletín Oficial del Estado, después de casi dos años desde que fue anunciada por el Presidente Rodríguez Zapatero en el debate sobre el estado de la nación de 2009, la Ley 2/2011, de 4 de marzo, de Economía Sostenible. O lo que es lo mismo, la que en su momento se publicitó como la panacea sobre la que asentar las bases del nuevo modelo productivo que reflotaría la economía española (su justificación, en concreto, fue la siguiente: “dar forma jurídica a este modelo de crecimiento renovado”).

El resultado de esta voluntarista iniciativa (ojalá la simple aprobación de una ley fuera herramienta suficiente para afrontar retos como el perseguido) se puede resumir gráficamente en que esta norma pasará a la historia como “Ley Sinde”, por el ruido que generó el debate respecto a la “protección de la propiedad intelectual en el ámbito de la sociedad de la información y el comercio electrónico”. Es decir, una parte muy pequeña del texto (una de sus disposiciones finales) ha fagocitado la atención de la opinión pública hacia el todo (el conjunto de la norma).

No quiero hablar aquí de la “Ley Sinde”, ya que en una norma así cualquier aspecto sectorial pudo haber atraído el foco alejándolo del enfoque de visión de conjunto. De lo que quiero hablar es de uno de los factores que puede explicar esa perversión: la Ley de Economía Sostenible es un engendro jurídico. Uno de proporciones colosales, integrado por un total de 114 artículos seguidos de, atentos, 20 disposiciones adicionales, 9 disposiciones transitorias y, atentísimos, 60 disposiciones finales que, por otro lado, representan la auténtica parte del león de la norma.

Al contrario de lo que el común de los mortales (y de los juristas) pudiera pensar, lo relevante de esta norma no se encuentra en esos 114 artículos que, en términos generales, se limitan a entonar declaraciones generales, programáticas y vacuas, muy alejadas de lo que se espera para una empresa de esta envergadura. Todo ello trufado de ese lenguaje jurídico lleno de deseos, intenciones y demás futuribles con los que deben conjugar las Administraciones (promoverán, fomentarán, contribuirán, revisarán...).

Por contra, lo relevante, lo que nos afectará de manera más o menos directa al traducirse en medidas concretas lo encontramos en toda esa panoplia de disposiciones adicionales y finales que se encargan de modificar parcialmente varias decenas de normas de todo tipo y pelaje (de la Ley de Contratos del Sector Público a la Ley Orgánica de Proteción de Datos, pasando por la Ley del Mercado de Valores, la General de Telecomunicaciones, o las que regulan impuestos como el IRPF, Sociedades o el IVA... ¡ni la de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y Procedimiento Administrativo Común se ha librado!).

Mi crítica no se reduce al hecho de que un nuevo patrón de crecimiento no se asienta por el mero hecho de que una ley así lo diga. Lo que quiero subrayar es que esta norma, para mi, refleja la impotencia de un Gobierno (que es quién impulsa la norma) y de unas instituciones (el Parlamento, encargado de aprobarlo) de aportar soluciones realistas que no se conviertan en un reflejo grotesco de esa impotencia que no hace sino alejarlos más de la ciudadanía que, literalmente, no entiende nada.

Entre las medidas que va desgranando la Ley, entre las primeras, entre las destinadas a la mejora del entorno económico, precisamente, se habla de mejora de la calidad de la regulación (Capítulo I). Según la propia norma aquélla deberá estar siempre basada en los principios de necesidad, porporcionalidad, seguridad jurídica, transparencia, accesibilidad, simplicidad y eficacia, definidos en el artículo 4. Esta norma no responde, prácticamente, a ninguno.

Como tampoco lo hace respecto a las rutilantes directrices de técnica normativa aprobadas en 2005, otro ejercicio voluntarista que persigue sentar las bases de la mejora regulatoria definiendo los principios básicos a tener en cuenta a la hora de redactar las distintas normas, y que prácticas como la de la Ley de Economía Sostenible dejan en papel mojado. Así, por ejemplo, se establece que "en la medida de lo posible, en una misma disposición deberá regularse un único objeto"; o que "los artículos no deben ser excesivamente largos... no es conveniente que tengan más de cuatro apartados"; o que las disposiciones finales, en caso de contener "preceptos que modifiquen el derecho vigente (...) tales modificaciones tendrán carácter excepcional". Y podríamos pensar que el problema es el tortuoso trámite parlamentario que siguen las leyes hasta ser finalmente aprobadas, de tanto manosearlas (que, dicho sea de paso, ésa es la función del Parlamento: analizar el proyecto remitido por el Gobierno y debatirlo y enmendarlo. Lástima que al final ese proceso se convierta en un "manoseo" con menos luces y taquígrafos de los que se anuncian sobre el papel). Pero muchos de estos pecados originales ya están presentes en el proyecto de ley remitido por el Gobierno.

Todo esto, que puede resultar a la mayoría de los que hayáis alcanzado a leer hasta aquí (¡gracias!) algo aburrido (cuando no, directamente, una reflexión un tanto excéntrica de este bloguero), no es un tema banal. Engarza directamente con el hecho de que contamos con unas instituciones tremendamente opacas en las que el debate que generan se sitúa a años luz de dónde estamos los ciudadanos. No hay transparencia, ni comunicación, ni pedagogía.

Al final, todo parece un ejercicio de diarrea legislativa, síntoma de alguna enfermedad de nuestras descompuestas instituciones, que deja en cómica la tradicional fórmula usada para la sanción real de la ley: "A todos los que la presente vieren y entendieren". Lo siento, no entendemos.

viernes, 4 de marzo de 2011

No es ecología, es sentido común.

Estamos en crisis. Llevamos oyendo (y viviendo) esa cantinela más de dos años, en referencia a la crisis financiera global que degeneró en una crisis económica que, finalmente, se ha transformado en una también social y política. GLOBAL. Así, en mayúsculas. De la que todavía estamos intentando recuperarnos para intentar volver adonde estábamos antes, parece. Recuperar la senda del crecimiento. Ese es el eufemismo utilizado.

Sin embargo llevamos en crisis mucho más tiempo. Nuestro "modelo de negocio", nuestra forma de vida, las bases sobre las que descansa nuestro modelo económico capitalista sufren una auténtica crisis sistémica que, efectivamente, nos obligan a asumir que un cambio de modelo se hace necesario. Hacia una nueva economía, sin duda. Y, probablemente, productiva (en el sentido de la segunda acepción que recoge la RAE: útil, provechosa), pero que en ningún caso debería ser "productivista".

El circuloso virtuoso del crecimiento en nuestra economía no es sino el círculo vicioso (y acelerado) en el que se inserta esta sociedad de consumo en la que vivimos y que se alimenta del abuso y explotación de los recursos naturales y humanos llevándonos a unas cotas que no es que no sean moralmente asumibles (que no lo son). Es que son absolutamente irracionales.

A raíz de un artículo que se publicó hace un par de semanas en el suplemento Negocios de El País y del posterior debate que generó el hecho de que su autor se había atribuído como original y propio (también el periodismo está en crisis, qué le vamos a hacer) un material que no lo era, me enteré de la existencia de este vídeo (versión doblada al español, aquí).


Se trata de "The story of stuff", documental obra de Annie Leonard en el que se describe de forma directa, cruda y efectista las perversiones a que conduce -o de las que trae causa- nuestra sociedad consumista).

Asimismo, y gracias a Twitter (tras haber hecho un comentario sobre el citado artículo), descubrí la existencia de un maravilloso documental producido por Rtve.


Se trata de "Comprar, tirar, comprar: la historia secreta de la obsolescencia programada", un estupendo trabajo que (además de resaltar la necesidad de contar con una televisión pública independiente, bien financiada y de calidad), analiza un concepto no manejado por el "gran público" (a pesar de ser víctimas diarias del mismo): la obsolescencia programada. O cómo las empresas fabrican sus productos con una fecha de caducidad artificial para "forzarnos" a volver a la tienda a por más, alimentando la espiral infernal del consumo (ya suficientemente alimentada con otras técnicas como el márketing).

Recomiendo encarecidamente a todo aquél que no los haya visto que dedique un poco de su tiempo (ahora que llega el fin de semana) a hacerlo porque aunque hablen de temas de los que, en principio, somos conscientes (aunque en la práctica cerramos ojos y oídos, inconsciente e interesadamente), sin embargo suponen un instrumento muy gráfico con el que despertar nuestras aletargadas conciencias para hacernos ver lo irracional de este sistema del que somos copartícipes; para ver que el crecimiento económico por esta vía no es ni sostenible, ni racional ni, sencillamente, posible ad infinitum. Y, lo que es más importante, sirve para hacernos recapacitar, creo, aunque sea por unos minutos, acerca del papel que cada uno desempeñamos en esta película.

No vale pensar eso de "y qué voy a hacer yo solo". Que yo recicle sirve para muy poco, pero si lo hacemos muchos empezará a representar algo; si dejo el coche en casa para usar el transporte público, lo mismo; si hago la compra teniendo en mente criterios de sostenibilidad (saber que, para que yo ahora coma melocotones, probablemente me los tienen que traer de la otra punta del planeta, por ejemplo); si soy más eficiente en el uso de la luz... A lo largo del día hay decenas de decisiones que podemos tomar a nivel individual que, llevadas a un plano colectivo, pueden marcar la diferencia.

No son cosas de cuatro chiflados ecologistas. Las cuestiones medioambientales no son asuntos sectoriales sino que tienen un marcado carácter transversal que debería iluminar tanto la política y la economía (no debería poder hablarse de una política o una economía verdes; la política y la economía deberían pensar siempre "en verde" por puro pragmatismo) así como nuestro propio comportamiento. Ser algo inherente por necesario, por ineludible. Por sentido de la realidad. Por sentido común. Por pura supervivencia.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Adiós a las Cajas

Vaya por delante que no soy ningún experto en economía así que lo aquí expresado (como, por otra parte, todo en este blog) no es más que fruto de mi humilde opinión, tamizada por la información que leo cada día en los medios tradicionales de la prensa y los ya convencionales de la blogosfera.

Leo que Caja Duero-Caja España, la "fusión fría" de las dos principales cajas de Castilla y León, asume abiertamente su incapacidad para cumplir con los nuevos estándares fijados por el Gobierno mediante, ni más ni menos, Real Decreto-Ley, siguiendo los dictados de los etéreos mercados financieros. Y por ello parece que se integrará en Mare Nostrum, el Banco del SIP (Sistema Institucional de Protección) liderado por Caja Murcia.

En poco más de un año la pata del sistema financiero español apoyado en las cajas de ahorro ha saltado por los aires. Cosas de la crisis, que tiene el poder de modificar lo que se consideraba inmutable y no era objeto siquiera de discusión. Es una versión de ese clásico aforismo que dice que toda crisis es una oportunidad.

Sin embargo no me gusta el enfoque que se está dando a las cosas. La crisis se está revelando como una oportunidad increíble para terminar de asentar y llevar a sus últimos extremos la doctrina del pensamiento único, aprovechando la incapacidad de nuestros dirigentes para gestionar la realidad y, por qué no decirlo, nuestra asombrosa pasividad, que está haciendo posibles y aceptables cosas que si hace unos años nos hubieran consultado, consideraríamos tan imposibles como inaceptables.

No me gusta esta insoportable inevitabilidad de la realidad tras la que se parapetan muchos para apenas justificar (y razonar) muchas de las medidas que se están tomando.

Para no perder el hilo, vuelvo a las cajas. Yo nunca he sido un enérgico defensor de este modelo, precisamente. Las cajas de ahorro siempre me han parecido entidades financieras extraordinariamente politizadas, lo que las convertía en muy ineficientes y en un instrumento más de la lucha política de partidos. Sin embargo tenían dos virtudes innegables: por un lado, representaban un elemento de vertebración  y dinamización interterritorial muy relevante; y, por otro, desarrollaban una labor fundamental (sin perjuicio de que su destino fuera criticable en muchas ocasiones) a través de su obra social (más de 2.000 millones de euros anuales destinados a la protección y recuperación de nuestro patrimonio, a cultura, a fines de protección social...).

La mal llamada "reordenación" del sistema financiero de nuestras cajas se está traduciendo en la privatización manu militari de las mismas y en el punto final a un sistema que no desaparece porque fuera discutible su funcionamiento o existencia, sino como consecuencia de la crisis. Un sacrificio más en sus altares. Y esto significa que se hace sin apenas debate ni reflexión ni, por supuesto, explicación a los pasivos ciudadanos de por qué en un momento en que las administraciones públicas están recortando servicios y prestaciones, a ello se va a sumar la casi segura desaparición de la inversión desarrollada por estas entidades, que van a cambiar su tradicional vinculación localista a un territorio por la de la procedencia del dinero de los fondos de inversión extranjeros  (chinos y árabes, fundamentalmente) que, probablemente y aprovechando nuestras prisas, pescarán en las aguas de nuestro río revuelto a precios de saldo (con las bendiciones de nuestro Banco de España).

De momento Caja España-Caja Duero deja de ser "la gran caja de Castilla y León", para diluirse en un engendro que acabará fagocitando su naturaleza original. Todo ello a pesar de los chovinistas esfuerzos de la Junta de Castilla y León por mantener su identidad (como han intentado el resto de gobiernos autonómicos, por otra parte).

Si una cosa está clara, es que la política sucumbe ante la economía en esta crisis. Otra vez.