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miércoles, 30 de junio de 2010

Ejercicio irresponsable del derecho de huelga

El Tribunal Constitucional ha dictaminado por fin sobre el recurso de inconstitucionalidad planteado frente al "nuevo" (lleva aprobado cuatro años ya) Estatuto de Autonomía de Cataluña; la Bolsa se ha despeñado perdiendo en un día más de un 5%; mañana llega la anunciada subida del IVA; y España ya está en cuartos en el Mundial Sudafricano. Sin embargo, estas noticias que copan las portadas de los papeles hoy no es lo que más preocupa a los ciudadanos de a pie. Al menos en la capital del Reino.

Resulta que los trabajadores del Metro de Madrid han decidido ponerse en huelga para responder a la medida adoptada por la Comunidad de Madrid conforme a la cual su salario se va a ver menguado en consonancia con el del resto de empleados públicos dependientes de esta Administración (consonancia relativa, porque frente al 5% de bajada media, la Asamblea de Madrid aprobó una bajada para estos trabajadores inferior al 3%). Legítimo motivo, sin duda, como pudo serlo para otros trabajadores públicos que ejercieron su derecho de huelga hace unas semanas.

La diferencia estriba en que estos trabajadores no tienen sus puestos laborales localizados en despachos alejados del ciudadano de a pie, sino que conducen los convoyes que cada mañana lo llevan a la oficina. Son pieza fundamental en el engranaje de un importante servicio público. Y lo saben. Y lo aprovechan. Legítimo.

Así comenzaba la huelga el lunes, previéndose que se extendiera hasta este miércoles. En la medida en que hablamos de un servicio público, se fijaron unos servicios mínimos de un 50%. Así funciono la cosa el lunes. Pero a los sindicatos convocantes les pareció que los trastornos sufridos en el servicio como consecuencia de la huelga (trastornos legítimos, es una huelga) no eran suficientes, no eran nada comparado con el efecto que generaría paralizar el servicio por completo. Entonces sí que se iba a notar. Entonces sí que iban a "poner Madrid patas arriba".

Y vaya que si la han puesto. Para ello el precio que han decidido pagar no es nada desdeñable: incumplir los servicios mínimos impuestos.

La cantinela de los servicios mínimos en el contexto de una huelga que afecta a los servicios públicos viene de lejos y tiene distintos frentes abiertos. Efectivamente, son impuestos (los fija la Administración responsable y competente). Además suelen fijarse en unos porcentajes tan elevados que llegan a diluir los efectos de la huelga (90%, por ejemplo). Ello suele ser impugnado por los sindicatos convocantes ante los tribunales quienes, mucho tiempo después, cuando la huelga ya ha sido olvidada, suelen dar la razón a aquéllos. Y es en este contexto en el que se dan eso que algunos llaman huelgas salvajes.

Como uno más de esos dos millones de usuarios que nos estamos viendo afectados por estas movilizaciones, me siento profundamente molesto por diversos motivos.

En primer lugar, me molesta el hecho de que existan ciertos colectivos que cuentan con un derecho de huelga cualificado, en el sentido de que por el tipo de trabajo que desempeñan, por su sector de actividad, su poder de presión se multiplica puesto que el parón que debería afectar a la actividad de la empresa, se amplifica al afectar a un gran número de personas (los usuarios del servicio de turno, los ciudadanos de a pie; no es lo mismo que eche la persiana el metro a que lo haga, por ejemplo, una empresa de manufactura de automóviles). Las molestias creadas en estos usuarios, su enfado, se utiliza como arma de presión sobre la empresa. Se convierte a los ciudadanos en rehenes de los huelguistas. Para evitar esto y que exista un equilibrio, se introducen los servicios mínimos (que han de ser justos y razonables, equilibrados).

En segundo lugar, como usuario que no puede utilizar el metro puedo tener el impulso de cargar contra los trabajadores que ejercen su derecho de huelga y sus sindicatos (pervirtiendo el ejercicio del derecho desde el momento que no respetan los servicios mínimos). Sin embargo, a mi quien no me presta correctamente el servicio es la empresa, en este caso Metro de Madrid. Ella es la responsable de velar por que se cumplan los servicios mínimos. Y, de no ser así, de ser consciente de que éstos no se respetan, declarando para más inri (como ha ocurrido) que ello es consecuencia de la aparición de elementos de coacción (en forma de piquetes), es su obligación comunicarlo a las autoridades competentes para que se adopten las medidas que, dentro de la legalidad, sean necesarias. Es decir, si públicamente los sindicatos convocantes anuncian que no van a respetar los servicios mínimos al día siguiente, podría haberse previsto este hecho. Se podrían haber provisto alternativas (autobuses, por ejemplo). Pero, además, se podría haber garantizado el derecho al trabajo de aquellos trabajadores que querían ejercerlo y que, según Metro de Madrid, no pudieron como consecuencia de la actuación de los piquetes. ¿Por qué conocido este hecho no fue comunicado a la Comunidad de Madrid, de la que depende Metro de Madrid? Y si fue comunicado, como parece, ¿por qué no se adoptaron medidas? ¿Dónde estaban las fuerzas de seguridad para garantizar su derecho a los trabajadores supuestamente coaccionados? La Administración no es sólo competente. Es también responsable. Y tiene las herramientas necesarias para garantizar a los trabajadores su derecho al trabajo y a los usuarios nuestro derecho a acceder al servicio público, respetándose al mismo tiempo los derechos de los huelguistas.

Con el derecho al trabajo garantizado, se despejaría muchísimo el camino para poder adoptar las pertinentes medidas disciplinarias y sancionadoras. Este es el tercer punto. ¿Cómo se va a sancionar ahora individualmente a trabajadores que no han cumplido con los servicios mínimos impuestos si según la propia empresa no han podido hacerlo por la coacción de sus compañeros huelguistas? ¡Cuando la empresa (que en este caso en una Administración) no ha hecho nada para garantizar sus derechos! Otra cosa es qué hacer con los sindicatos convocantes que, abiertamente, han optado por incumplir los servicios mínimos y con ello el marco normativo vigente. Se han salido de la legalidad. Y ello no puede salir gratis.

Por último, en cuarto lugar, y volviendo al tema de los servicios mínimos, me molesta profundamente que el artículo 28.2 de nuestra Constitución, donde se reconoce el derecho de huelga como un derecho fundamental (con lo que ello representa en términos jurídicos), no haya sido desarrollado aun en estos más de 30 años de vigencia de nuestra Carta Magna mediante la pertinente Ley Orgánica de huelga. Esto puede sonarle extravagante a muchos, pero es que nos encontramos ante el paradigma de derecho fundamental no desarrollado. Y tiempo ha habido.

Mientras tanto seguimos con un decreto del año 1977 (esto es, pre-constitucional) aun vigente regulando el derecho de huelga en España, al que se suma una célebre sentencia del Tribunal Constitucional del año 1981. Y la principal laguna ha sido y es la regulación de los servicios mínimos.

Durante mucho tiempo los sindicatos abogaban por aquello de que la mejor ley de huelga es la que no existe. Y así nos va. Hubo un intento verdaderamente serio de sacar adelante un proyecto de Ley Orgánica negociado con los sindicantos en 1993, pero el adelanto electoral y la consiguiente disolución de las Cámaras dio al traste con el proyecto, que no ha vuelto a ser rescatado del cajón.

En este proyecto se regulaban los servicios mínimos, de tal modo que no los imponía la Administración al estallar el conflicto, sino que eran negociados previamente con los sindicatos, en frío, cuando no existía aun el conflicto. Y una vez que estalla el conflicto, ambas partes se sujetaban a lo acordado, que debía ser supervisado por una comisión de expertos. Además, introducía puntos tan elementales como el de la incompatibilidad de dos huelgas simultáneas en servicios de naturaleza equivalente (imaginemos que ahora convocaran huelga también en Cercanías o en los autobuses urbanos).

Ahora los que ejercen su derecho y abusan del mismo son los trabajadores de metro; otras veces han sido los pilotos; o los controladores aéreos; o el personal de renfe. Los paganos siempre somos los mismos: los ciudadano de a pie. Y lo que es indudable también es que el ejercicio irresponsable de un derecho puede conducir a su descrédito social, lo que es indamisible.

Administraciones Públicas, partidos políticos a través de sus grupos parlamentario y sindicatos son responsables de velar por el fortalecimiento y garantía de uno de los derechos más elementales para los trabajadores.

viernes, 25 de junio de 2010

Transparencia (II)

Es posible que la tristemente famosa plataforma petrolífera explotada por BP en el golfo de México hubiera saltado por los aires de todos modos pero, sin embargo, hoy tenemos la duda de qué habría ocurrido si hubiera estado sujeta a un mayor control por parte de las autoridades norteamericanas. Del mismo modo, es legítimo preguntarse si, una vez producido el accidente, la compañía ha sido totalmente transparente en relación a la naturaleza y circunstancias del vertido. Y es que la única fuente que informaba de la magnitud de la tragedia fue la propia multinacional británica. Existen más que dudas razonables respecto a que se estuvo minimizando y ocultando información. Ello ha repercutido en la imagen de la empresa, claro está, pero también (y sobre todo) en la del Gobierno norteamericano quien ha parecido ir a rebufo de los acontecimientos y nunca controlando la situación. Ex ante como consecuencia de la desregulación y falta de control; ex post, fruto de la falta de capacidad, no ya para encontrar una solución al desastre o forzar a BP a encontrarla (que también) sino porque parece saber poco más que nosotros, los ciudadanos. Con lo cual nos falla doblemente.

Y es que, aunque en general es algo que no se verbalice, los ciudadanos exigimos de nuestras administraciones públicas, junto a la prestación de servicios públicos, una rendición de cuentas, responsabilidad. El principio de accountability es fruto de que los fondos públicos, detraídos de los bolsillos de todos (de manera más o menos equitativa), son limitados y por lo tanto queremos saber no sólo a qué se destinan, sino también con qué intensidad y cuál es el grado de eficacia y eficiencia alcanzado. Todo esto supone que nos interesa saber las alternativas de gasto público que existen, el esfuerzo fiscal que supone cada una de ellas, el grado en el que se cubren los objetivos perseguidos, cuáles eran esos objetivos, y si se ha producido un nivel reprobable de gasto (despilfarro) o no.

A título ilustrativo, resulta interesante un reportaje reciente emitido en el programa de cuatro/cnn+ rec, dirigido por el periodista Jon Sistiaga (¿Era necesario construirlo?). En el mismo se analiza, a través de ejemplos repartidos por toda la geografía nacional, los excesos de la inversión en obra pública realizada en los últimos años (viabilidad, utilidad, necesidad...).

La obra pública, la inversión en infraestructura, ha sido y es una partida que se lleva un pellizco fundamental de nuestros presupuestos cada ejercicio. Al margen de cuestionarnos si ahora mismo resulta ser éste el mejor campo en el que poner el foco para invertir en nuestro futuro (un tema para otro post), lo que es incuestionable es que como ciudadanos debemos saber en qué gastan nuestro dinero las administraciones. Y cómo.

Esto venía haciéndose hasta ahora a través de los cauces tradicionales de control: la oposición, los parlamentos y plenos de las distintas entidades, instituciones como el Tribunal de Cuentas o el Defensor del Pueblo y, en su caso, los Tribunales de Justicia. Pero en el s. XXI las nuevas tecnologías y las exigencias de un nuevo modelo de gobernanza, propio de una democracia participativa e inclusiva, favorecen el que multitud de información en manos de las administraciones públicas se ponga a nuestra disposición.

Este exigencia de "aperturismo" informativo (impulsado en una primera instancia desde la UE, y que en nuestro país se ha materializado en el ordenamiento jurídico en normas como la Ley 37/2007, de reutilización de la información del sector público) ha cristalizado en proyectos como aporta o iniciativas como abredatos, que han servido no sólo para dar visibilidad a esta actitud receptiva y proactiva por parte de las administraciones, sino que también han servido para incentivar la iniciativa emprendedora. Han surgido así proyectos tan interesantes como el de www.gastopúblico.es.

Antes hablábamos de la cantidad de dinero que se destina a obra pública ¿Sería posible , por ejemplo, conocer qué cantidad exacta de dinero destina nuestro ayuntamiento a hacer agujeros? ¿Y a quién se adjudica la obra? Esta web pretende demostrar que es posible, y todo tomando como base la estadística pública. Esa información genera reacción. El usuario tendrá la posibilidad de comentar la obra que le interesa. Un ejemplo tangible de democracia participativa.

Continuará


lunes, 21 de junio de 2010

Transparencia (I)

En su reunión de la semana pasada, el Consejo Europeo adoptó diversas decisiones, entre ellas la de hacer públicos los denominados test de solvencia realizados a las entidades bancarias. Con ello, de alguna manera, se van a poner al descubierto las tripas del sistema financiero europeo, dejando entrever qué es lo que guarda (o esconde) cada cuál. De hecho, todos podemos recordar cómo en los inicios de esta crisis (entonces llamada subprime) se señalaba a las operaciones opacas (se me ocurren muchos y variados adjetivos, aunque el más apropiado para el tema del post es éste) realizadas por grandes entidades financieras sobre activos inmobiliarios de dudosísima calidad como las culpables y desencadenantes de la crisis. Famosísimo fue este vídeo que nos explicaba de manera muy cómica el procedimiento, así como la versión ibérica de Leopoldo Abadía y sus NINJAs.

No parece difícil concluir que la opacidad, que la falta de transparencia (combinada con los pocos escrúpulos de unos, la falta de luces de otros y esa desregulación traducida en descontrol que era -y es- la piedra de toque del pensamiento único) propició esta realidad que hoy vivimos. O dicho de otro modo: de aquellos polvos vinieron estos lodos. Bien. Conforme la crisis se iba extendiendo de manera paralela a la caída de Lehman Brothers y la "nacionalización" de Fannie Mae y demás entidades con nombre de restaurante de comida rápida tristemente famosos, mucho se habló de la necesidad de saber cuál era la situación de cada banco, de saber hasta qué altura del cuello llegaba el agua. Transparencia.

Han tenido que transcurrir dos años (y que la crisis haya hundido su pica en el corazón del erario de nuestros estados) para que en Europa se promueva una medida que parece apuntar en esa dirección. Más vale tarde que nunca. Aun así no ha sido una decisión precisamente unánime, sino que en cierto modo ha llegado precipitada por los propios acontecimientos. Y aun así siguen abundando los que critican tal medida aduciendo lo arriesgado que sería poner al descubierto a entidades en una situación precaria. Como si no hubiera habido riesgos cuando no se sabía muy bien qué tenía cada cual y cómo estaban sus balances verdaderamente. Esa desconfianza, esa incertidumbre provocaba que el riesgo, paradójicamente, se tornara cierto, real. Y esta situación se ha vuelto todavía más dantesca e incomprensible cuando dicha desconfianza, dicha incertidumbre se han convertido en un poderoso aliado para aquéllos que especulan, tahúres que se ha demostrado que juegan con nuestro bienestar de manera menos indirecta de lo que sospechábamos (y todavía más descotrolados de lo que creíamos).

Si de la crisis se hace virtud y el sentido común se hace presente en nuestras vidas por la vía de la puesta en práctica de reglas razonables para este juego (aun cuando siga pareciendo una ruleta de casino), algo habremos avanzado. Pero junto a las reglas se requieren principios elementales. El más elemental de todos, quizá, y especialmente en democracia, es el de la transparencia.

La transparencia genera certidumbre y confianza. Da seguridad. Y provee a la sociedad de información. Una ciudadanía informada es una ciudadanía más y mejor formada, más rica, más libre, más consciente, más responsable, con más poder decisorio, más activa y participativa. Y unos poderes públicos trasnparentes son, a su vez, más susceptibles de ser depositarios de nuestra confianza, al someterse de manera habitual y directa al escrutinio de todos. Serán más legítimos, más justos y equitativos, más eficientes, más cercanos... más democráticos.

No obstante, el principio de transparencia no debe predicarse únicamente de un ámbito concreto, el de las entidades financieras, o de uno general, el de los poderes públicos, por ejemplo. La transparencia debería extenderse a todos aquellos extremos que tocan el marco de afectación de los intereses generales, públicos.

Continuará

viernes, 11 de junio de 2010

Origen y motivos. Frustración y vocación.

Opinión. La define la RAE como “dictamen o juicio que se forma de algo cuestionable”.

Suele decirse que todos tenemos una. Y aunque muchas veces a tal afirmación se le quiere dar un matiz despectivo, lo cierto es que debiera ser considerada como algo positivo, si aceptamos la definición citada. Según la misma, tendría que admitirse que la opinión sería fruto de un proceso racional de reflexión, consistente en analizar y cuestionar la realidad, al objeto de poder formarnos un juicio de valor propio, nuestro.

Sin embargo no es infrecuente que tengamos no una opinión, sino varias, muchas. Sobre una misma cosa (lo que debe hacernos renunciar a la hipótesis del proceso “racional”). Sobre muchas (lo que debe hacernos renunciar a la hipótesis de “proceso”, al menos a aquel calificado como reflexivo).

Es cierto. Todos tenemos opinión para todo. Con y sin conocimiento de causa. Con y sin reflexión previa. Parece que si no tienes opinión, no eres nadie. No existes.

Y es cierto. Sin una opinión formada sobre la base de la información más o menos limitada y más o menos particular que nos llega, no somos más que borregos en un rebaño que repite lo que escucha por ahí. En clase, en la oficina, en la panadería, en el bar… O de boca de los voceros que cada día encuentran su hueco en medios de comunicación de todo signo y pelaje. Tertulianos, comentaristas, columnistas, colaboradores y demás opinadores profesionales pretenden erigirse cada día en creadores de opinión, en eso que algunos llaman “la voz de la calle”.

Sin embargo, las tecnologías de la información y las comunicaciones han abierto la posibilidad de que cualquiera tenga acceso a más información que nunca. Información que puede recibir, analizar, descomponer, recomponer, compartir… Todo ello de manera instantánea. Todos podemos ser opinadores vocacionales. Si esas mismas tecnologías permiten que, sin rubor, podamos compartir detalles de nuestra vida, porqué no compartir detalles de lo que somos, de lo que pensamos, de lo que opinamos.

Seamos opinadores vocacionales. Conformemos una sociedad civil activa, dinámica, crítica, formada e informada, abierta y tolerante, autónoma. Alcemos la voz. Que quien quiera escuche lo que cada uno tenemos que decir, por mucho que nuestras voces se diluyan en este mar de opiniones vertidas que es Internet. Por mucho ruido que hagan los profesionales del jaleo y la distorsión; los sesudos analistas patroneados; los cabeza de cartel de los festivales del “yoopinoque”; los famosos sondeos de opinión.

Opinamos… luego existimos. No sé que forma irá adoptando este blog con el paso del tiempo. Ahora que lo pongo en marcha no pretendo más que sea mi pequeño y humilde altavoz a través del que reflexionar en voz alta y compartir mis opiniones sobre diversos temas con quien quiera escucharlas. Bueno, mejor dicho, con quien quiera leerlas.

Un opinador más. Aun tengo que decidir si esto es una vocación frustrada o lo mío es más una frustración vocacional. Por aquello de hacérmelo mirar, en su caso.