La reciente sentencia del Tribunal Constitucional que ampara a una profesora de religión despedida por estar casada por lo civil con un hombre divorciado, sirve para localizar el foco, una vez más, sobre una de las zonas más borrosas de nuestro modelo de Estado: cómo se conjuga la constitucionalmente declarada aconfesionalidad del Estado con el papel que se deja jugar a la Iglesia Católica en la vida pública y, más concretamente, en la educación.
Recordemos que el artículo 16 de la Constitución reconoce como derecho fundamental la libertad ideológica, religiosa y de culto, recogiendo expresamente que nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias. Y en su último apartado establece la aconfesionalidad del Estado, sin perjuicio de que los poderes públicos deban tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española, manteniendo "las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones".
Esta regulación, fruto de su época y contexto histórico (la Transición) pretendía acabar con las cuatro décadas de nacionalcatolicismo del franquismo, durante las cuales la Iglesia ejerció como un poder del Estado más. Y se tradujo en los famosos Acuerdos con la Santa Sede, una figura jurídica extraña que, en realidad, representa una tratado internacional entre dos estados y que, aunque fue firmado el 3 de enero de 1979, tiene un marcado carácter preconstitucional, en la medida en que su texto fue negociado y acordado con anterioridad a la aprobación de la propia Carta Magna, como se reconoce en el propio texto del Acuerdo.
La necesidad de cooperar con "las demás confesiones", tal y como establece la Constitución, determinó la suscripción de sendos Acuerdos de Cooperación del Estado con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España, la Federación de Comunidades Israelitas y la Comisión Islámica de España (hecho que no se produjo hasta bien consolidada la democracia, en 1992, y tras la aprobación de las Leyes 24, 25 y 26/1992). Aunque, es evidente, la posición de ninguna de estas confesiones está equiparada con la de la Iglesia Católica.
Lo más obvio, en el ámbito de la financiación. El Estado lleva financiando a la Iglesia Católica todo este tiempo. Hasta hace unos pocos años con una consignación presupuestaria específica que se añadía a la cifra recaudada fruto de la "casilla" del IRPF. En 2006, el Gobierno del laicista Zapatero y la "perseguida" Iglesia española alcanzaron un Acuero para, casi treinta años después, dar cumplimiento a los Acuerdos de 1979, que en materia económica comprendían garantizar el sostenimiento económico de la Iglesia a través de la cesión de un porcentaje del IRPF de aquellos contribuyentes que así lo decidieron. Hasta ese acuerdo, el porcentaje era del 0,5% (al que se adicionaba una consignación específica en los Presupuestos). Desde ese momento, desaparece, por fin, la consignación presupuestaria y se eleva el porcentaje hasta el 0,7%. En 2010 un 34% de los contribuyentes marcaron la casilla de la Iglesia en su declaración del IRPF. Eso en un país en el que un 73% se declara católico.
Un Estado declaradamente aconfesional no debería financiar a la Iglesia Católica, ya que ello no es una derivada directa de las relaciones de cooperación que la Constitución señala que debe sostener con ella. Especialmente cuando no hace lo mismo con respecto a las otras confesiones que, repito, no tendría que hacer en ningún caso. Pero es que, encima, se produce este agravio comparativo que determina una quiebra evidente de la supuesta aconfesionalidad.
Algunos arguyen que no es el Estado el que financia a la Iglesia, sino sus fieles, al marcar la famosa casilla. Nada más lejos de la realidad. Ese 0,7% de las contribuciones de esos ciudadanos que acaban en manos del clero no se destinan no ya a fines sociales. No se destinan a construir carreteras, hospitales, a pagar pensiones... Representa un mordisco a los ingresos estatales con carácter finalista. Somos todos los que financiamos a la Iglesia, porque estos devotos contribuyentes que marcan la susodicha casilla no están aportando un 0,7% más para financiar su Iglesia. Aportan lo mismo que cualquier otro. La Iglesia la financian los fieles cuando existe un auténtico impuesto religioso, como en Alemania, ejemplo paradigmático. Allí, ser fiel de una confesión te convierte automáticamente en sujeto pasivo de un impuesto destinado a financiar la correspondiente Iglesia.
Pero, para mi, lo más aberrante del papel que estamos, como sociedad, dejando jugar a la Iglesia no es esto. Lo más aberrante llega en el ámbito de la educación. Volvamos al texto constitucional. En su artículo 27 (paradigma de las componendas "transicionales") se regula el derecho fundamental a la educación. Y allí se reconoce el derecho "que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones". La clase de religión es una derivada directa de ello, pero no necesaria. Es fruto de una interpretación concreta y específica. Nada impide que, por ejemplo, la clase de religión sea impartida en horario extraescolar. Igual que se apunta a los niños a clases de inglés, kárate o música, se les puede llevar a clase de religión. No tiene que estar incluída en el currículum académico ni ocupar espacio en el apretado horario escolar, al que ya le falta tiempo para lengua, matemáticas, etc... Actividad extraescolar que, por cierto, no tendría ni por qué impartirse en las instalaciones del centro escolar (donde a estas alturas todavía se discute si de las paredes de sus aulas pueden pender crucifijos o no). Ni que tendría que ser financiada con dinero público.
Pero no sólo se dan todos esos supuestos, sino que se produce la paradoja de que los profesores de religión son seleccionados (y descartados) libremente por la Iglesia, pero laboralmente dependen de la administración educativa que les paga. Despide la Iglesia, sujeta a las selectas y selectivas leyes divinas -una mujer casada por lo civil con un divorciado no puede impartir religión, pero no tiene problema alguno en casar en la Almudena a una divorciada con el heredero al trono-, pero la demanda por improcedencia (o por violación de un derecho fundamental) según las leyes humanas la sufre la Administración. O, lo que es lo mismo, la sufrimos todos.
A esta Iglesia a la que pagamos todos, se le permite extender sus tentáculos a la educación de nuestros hijos. No ya a través de las clases de marras, sino a través de la financiación de los centros concertados (que me expliquen en qué parte de la Constitución se dice que será obligatorio concertar con todo centro educativo que pretenda abrir sus puertas) que convierten a nuestro país en un modelo único en Europa y nuestra escuela pública en un reducto cada vez más depauperado y más parecido a guetos educativos para colectivos marginados y sin medios y minorías.
Y esta Iglesia a la que pagamos todos, se permite ejercer de lobby asfixiante en temas que van del ámbito de la moral pública a la sanidad, encendiendo las bajas pasiones de mucha gente (no precisamente de los que, hartos, quieren dejar de ser considerados oficialmente "hijos" de esta Iglesia, y no pueden).
Por todo ello, y con la excusa de la sentencia del Tribunal Constitucional y estas fechas (lo digo por la campaña de la Renta, no os equivoqueis): a la hora de hacer la declaración, marcad la casilla de la X solidaria.
Lo más obvio, en el ámbito de la financiación. El Estado lleva financiando a la Iglesia Católica todo este tiempo. Hasta hace unos pocos años con una consignación presupuestaria específica que se añadía a la cifra recaudada fruto de la "casilla" del IRPF. En 2006, el Gobierno del laicista Zapatero y la "perseguida" Iglesia española alcanzaron un Acuero para, casi treinta años después, dar cumplimiento a los Acuerdos de 1979, que en materia económica comprendían garantizar el sostenimiento económico de la Iglesia a través de la cesión de un porcentaje del IRPF de aquellos contribuyentes que así lo decidieron. Hasta ese acuerdo, el porcentaje era del 0,5% (al que se adicionaba una consignación específica en los Presupuestos). Desde ese momento, desaparece, por fin, la consignación presupuestaria y se eleva el porcentaje hasta el 0,7%. En 2010 un 34% de los contribuyentes marcaron la casilla de la Iglesia en su declaración del IRPF. Eso en un país en el que un 73% se declara católico.
Un Estado declaradamente aconfesional no debería financiar a la Iglesia Católica, ya que ello no es una derivada directa de las relaciones de cooperación que la Constitución señala que debe sostener con ella. Especialmente cuando no hace lo mismo con respecto a las otras confesiones que, repito, no tendría que hacer en ningún caso. Pero es que, encima, se produce este agravio comparativo que determina una quiebra evidente de la supuesta aconfesionalidad.
Algunos arguyen que no es el Estado el que financia a la Iglesia, sino sus fieles, al marcar la famosa casilla. Nada más lejos de la realidad. Ese 0,7% de las contribuciones de esos ciudadanos que acaban en manos del clero no se destinan no ya a fines sociales. No se destinan a construir carreteras, hospitales, a pagar pensiones... Representa un mordisco a los ingresos estatales con carácter finalista. Somos todos los que financiamos a la Iglesia, porque estos devotos contribuyentes que marcan la susodicha casilla no están aportando un 0,7% más para financiar su Iglesia. Aportan lo mismo que cualquier otro. La Iglesia la financian los fieles cuando existe un auténtico impuesto religioso, como en Alemania, ejemplo paradigmático. Allí, ser fiel de una confesión te convierte automáticamente en sujeto pasivo de un impuesto destinado a financiar la correspondiente Iglesia.
Pero, para mi, lo más aberrante del papel que estamos, como sociedad, dejando jugar a la Iglesia no es esto. Lo más aberrante llega en el ámbito de la educación. Volvamos al texto constitucional. En su artículo 27 (paradigma de las componendas "transicionales") se regula el derecho fundamental a la educación. Y allí se reconoce el derecho "que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones". La clase de religión es una derivada directa de ello, pero no necesaria. Es fruto de una interpretación concreta y específica. Nada impide que, por ejemplo, la clase de religión sea impartida en horario extraescolar. Igual que se apunta a los niños a clases de inglés, kárate o música, se les puede llevar a clase de religión. No tiene que estar incluída en el currículum académico ni ocupar espacio en el apretado horario escolar, al que ya le falta tiempo para lengua, matemáticas, etc... Actividad extraescolar que, por cierto, no tendría ni por qué impartirse en las instalaciones del centro escolar (donde a estas alturas todavía se discute si de las paredes de sus aulas pueden pender crucifijos o no). Ni que tendría que ser financiada con dinero público.
Pero no sólo se dan todos esos supuestos, sino que se produce la paradoja de que los profesores de religión son seleccionados (y descartados) libremente por la Iglesia, pero laboralmente dependen de la administración educativa que les paga. Despide la Iglesia, sujeta a las selectas y selectivas leyes divinas -una mujer casada por lo civil con un divorciado no puede impartir religión, pero no tiene problema alguno en casar en la Almudena a una divorciada con el heredero al trono-, pero la demanda por improcedencia (o por violación de un derecho fundamental) según las leyes humanas la sufre la Administración. O, lo que es lo mismo, la sufrimos todos.
A esta Iglesia a la que pagamos todos, se le permite extender sus tentáculos a la educación de nuestros hijos. No ya a través de las clases de marras, sino a través de la financiación de los centros concertados (que me expliquen en qué parte de la Constitución se dice que será obligatorio concertar con todo centro educativo que pretenda abrir sus puertas) que convierten a nuestro país en un modelo único en Europa y nuestra escuela pública en un reducto cada vez más depauperado y más parecido a guetos educativos para colectivos marginados y sin medios y minorías.
Y esta Iglesia a la que pagamos todos, se permite ejercer de lobby asfixiante en temas que van del ámbito de la moral pública a la sanidad, encendiendo las bajas pasiones de mucha gente (no precisamente de los que, hartos, quieren dejar de ser considerados oficialmente "hijos" de esta Iglesia, y no pueden).
Por todo ello, y con la excusa de la sentencia del Tribunal Constitucional y estas fechas (lo digo por la campaña de la Renta, no os equivoqueis): a la hora de hacer la declaración, marcad la casilla de la X solidaria.