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martes, 8 de marzo de 2011

La diarrea legislativa como síntoma.

El pasado sábado 5 de marzo de 2011 se publicaba en el Boletín Oficial del Estado, después de casi dos años desde que fue anunciada por el Presidente Rodríguez Zapatero en el debate sobre el estado de la nación de 2009, la Ley 2/2011, de 4 de marzo, de Economía Sostenible. O lo que es lo mismo, la que en su momento se publicitó como la panacea sobre la que asentar las bases del nuevo modelo productivo que reflotaría la economía española (su justificación, en concreto, fue la siguiente: “dar forma jurídica a este modelo de crecimiento renovado”).

El resultado de esta voluntarista iniciativa (ojalá la simple aprobación de una ley fuera herramienta suficiente para afrontar retos como el perseguido) se puede resumir gráficamente en que esta norma pasará a la historia como “Ley Sinde”, por el ruido que generó el debate respecto a la “protección de la propiedad intelectual en el ámbito de la sociedad de la información y el comercio electrónico”. Es decir, una parte muy pequeña del texto (una de sus disposiciones finales) ha fagocitado la atención de la opinión pública hacia el todo (el conjunto de la norma).

No quiero hablar aquí de la “Ley Sinde”, ya que en una norma así cualquier aspecto sectorial pudo haber atraído el foco alejándolo del enfoque de visión de conjunto. De lo que quiero hablar es de uno de los factores que puede explicar esa perversión: la Ley de Economía Sostenible es un engendro jurídico. Uno de proporciones colosales, integrado por un total de 114 artículos seguidos de, atentos, 20 disposiciones adicionales, 9 disposiciones transitorias y, atentísimos, 60 disposiciones finales que, por otro lado, representan la auténtica parte del león de la norma.

Al contrario de lo que el común de los mortales (y de los juristas) pudiera pensar, lo relevante de esta norma no se encuentra en esos 114 artículos que, en términos generales, se limitan a entonar declaraciones generales, programáticas y vacuas, muy alejadas de lo que se espera para una empresa de esta envergadura. Todo ello trufado de ese lenguaje jurídico lleno de deseos, intenciones y demás futuribles con los que deben conjugar las Administraciones (promoverán, fomentarán, contribuirán, revisarán...).

Por contra, lo relevante, lo que nos afectará de manera más o menos directa al traducirse en medidas concretas lo encontramos en toda esa panoplia de disposiciones adicionales y finales que se encargan de modificar parcialmente varias decenas de normas de todo tipo y pelaje (de la Ley de Contratos del Sector Público a la Ley Orgánica de Proteción de Datos, pasando por la Ley del Mercado de Valores, la General de Telecomunicaciones, o las que regulan impuestos como el IRPF, Sociedades o el IVA... ¡ni la de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y Procedimiento Administrativo Común se ha librado!).

Mi crítica no se reduce al hecho de que un nuevo patrón de crecimiento no se asienta por el mero hecho de que una ley así lo diga. Lo que quiero subrayar es que esta norma, para mi, refleja la impotencia de un Gobierno (que es quién impulsa la norma) y de unas instituciones (el Parlamento, encargado de aprobarlo) de aportar soluciones realistas que no se conviertan en un reflejo grotesco de esa impotencia que no hace sino alejarlos más de la ciudadanía que, literalmente, no entiende nada.

Entre las medidas que va desgranando la Ley, entre las primeras, entre las destinadas a la mejora del entorno económico, precisamente, se habla de mejora de la calidad de la regulación (Capítulo I). Según la propia norma aquélla deberá estar siempre basada en los principios de necesidad, porporcionalidad, seguridad jurídica, transparencia, accesibilidad, simplicidad y eficacia, definidos en el artículo 4. Esta norma no responde, prácticamente, a ninguno.

Como tampoco lo hace respecto a las rutilantes directrices de técnica normativa aprobadas en 2005, otro ejercicio voluntarista que persigue sentar las bases de la mejora regulatoria definiendo los principios básicos a tener en cuenta a la hora de redactar las distintas normas, y que prácticas como la de la Ley de Economía Sostenible dejan en papel mojado. Así, por ejemplo, se establece que "en la medida de lo posible, en una misma disposición deberá regularse un único objeto"; o que "los artículos no deben ser excesivamente largos... no es conveniente que tengan más de cuatro apartados"; o que las disposiciones finales, en caso de contener "preceptos que modifiquen el derecho vigente (...) tales modificaciones tendrán carácter excepcional". Y podríamos pensar que el problema es el tortuoso trámite parlamentario que siguen las leyes hasta ser finalmente aprobadas, de tanto manosearlas (que, dicho sea de paso, ésa es la función del Parlamento: analizar el proyecto remitido por el Gobierno y debatirlo y enmendarlo. Lástima que al final ese proceso se convierta en un "manoseo" con menos luces y taquígrafos de los que se anuncian sobre el papel). Pero muchos de estos pecados originales ya están presentes en el proyecto de ley remitido por el Gobierno.

Todo esto, que puede resultar a la mayoría de los que hayáis alcanzado a leer hasta aquí (¡gracias!) algo aburrido (cuando no, directamente, una reflexión un tanto excéntrica de este bloguero), no es un tema banal. Engarza directamente con el hecho de que contamos con unas instituciones tremendamente opacas en las que el debate que generan se sitúa a años luz de dónde estamos los ciudadanos. No hay transparencia, ni comunicación, ni pedagogía.

Al final, todo parece un ejercicio de diarrea legislativa, síntoma de alguna enfermedad de nuestras descompuestas instituciones, que deja en cómica la tradicional fórmula usada para la sanción real de la ley: "A todos los que la presente vieren y entendieren". Lo siento, no entendemos.

1 comentario:

  1. Estamos en un momento en el que las leyes que se confeccionan y aprueban, no sirven ni para legislar ... Cortinas de humo que dicen que hacen pero que realmente no sirven para nada.

    Mucha ley de economía sostenible... pero el paro sigue subiendo.

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