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miércoles, 20 de abril de 2011

La aconfesionalidad del Estado.

La reciente sentencia del Tribunal Constitucional que ampara a una profesora de religión despedida por estar casada por lo civil con un hombre divorciado, sirve para localizar el foco, una vez más, sobre una de las zonas más borrosas de nuestro modelo de Estado: cómo se conjuga la constitucionalmente declarada  aconfesionalidad del Estado con el papel que se deja jugar a la Iglesia Católica en la vida pública y, más concretamente, en la educación.

Recordemos que el artículo 16 de la Constitución reconoce como derecho fundamental la libertad ideológica, religiosa y de culto, recogiendo expresamente que nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias. Y en su último apartado establece la aconfesionalidad del Estado, sin perjuicio de que los poderes públicos deban tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española, manteniendo "las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones".

Esta regulación, fruto de su época y contexto histórico (la Transición) pretendía acabar con las cuatro décadas de nacionalcatolicismo del franquismo, durante las cuales la Iglesia ejerció como un poder del Estado más. Y se tradujo en los famosos Acuerdos con la Santa Sede, una figura jurídica extraña que, en realidad, representa una tratado internacional entre dos estados y que, aunque fue firmado el 3 de enero de 1979, tiene un marcado carácter preconstitucional, en la medida en que su texto fue negociado y acordado con anterioridad a la aprobación de la propia Carta Magna, como se reconoce en el propio texto del Acuerdo.

La necesidad de cooperar con "las demás confesiones", tal y como establece la Constitución, determinó la suscripción de sendos Acuerdos de Cooperación del Estado con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España, la Federación de Comunidades Israelitas y la Comisión Islámica de España (hecho que no se produjo hasta bien consolidada la democracia, en 1992, y tras la aprobación de las Leyes 24, 25 y 26/1992). Aunque, es evidente, la posición de ninguna de estas confesiones está equiparada con la de la Iglesia Católica.

Lo más obvio, en el ámbito de la financiación. El Estado lleva financiando a la Iglesia Católica todo este tiempo. Hasta hace unos pocos años con una consignación presupuestaria específica que se añadía a la cifra recaudada fruto de la "casilla" del IRPF. En 2006, el Gobierno del laicista Zapatero y la "perseguida" Iglesia  española alcanzaron un Acuero para, casi treinta años después, dar cumplimiento a los Acuerdos de 1979, que en materia económica comprendían garantizar el sostenimiento económico de la Iglesia a través de la cesión de un porcentaje del IRPF de aquellos contribuyentes que así lo decidieron. Hasta ese acuerdo, el porcentaje era del 0,5% (al que se adicionaba una consignación específica en los Presupuestos). Desde ese momento, desaparece, por fin, la consignación presupuestaria y se eleva el porcentaje hasta el 0,7%. En 2010 un 34% de los contribuyentes marcaron la casilla de la Iglesia en su declaración del IRPF. Eso en un país en el que un 73% se declara católico.



Un Estado declaradamente aconfesional no debería financiar a la Iglesia Católica, ya que ello no es una derivada directa de las relaciones de cooperación que la Constitución señala que debe sostener con ella. Especialmente cuando no hace lo mismo con respecto a las otras confesiones que, repito, no tendría que hacer en ningún caso. Pero es que, encima, se produce este agravio comparativo que determina una quiebra evidente de la supuesta aconfesionalidad.

Algunos arguyen que no es el Estado el que financia a la Iglesia, sino sus fieles, al marcar la famosa casilla. Nada más lejos de la realidad. Ese 0,7% de las contribuciones de esos ciudadanos que acaban en manos del clero no se destinan no ya a fines sociales. No se destinan a construir carreteras, hospitales, a pagar pensiones... Representa un mordisco a los ingresos estatales con carácter finalista. Somos todos los que financiamos a la Iglesia, porque estos devotos contribuyentes que marcan la susodicha casilla no están aportando un 0,7% más para financiar su Iglesia. Aportan lo mismo que cualquier otro. La Iglesia la financian los fieles cuando existe un auténtico impuesto religioso, como en Alemania, ejemplo paradigmático. Allí, ser fiel de una confesión te convierte automáticamente en sujeto pasivo de un impuesto destinado a financiar la correspondiente Iglesia.

Pero, para mi, lo más aberrante del papel que estamos, como sociedad, dejando jugar a la Iglesia no es esto. Lo más aberrante llega en el ámbito de la educación. Volvamos al texto constitucional. En su artículo 27  (paradigma de las componendas "transicionales") se regula el derecho fundamental a la educación. Y allí se reconoce el derecho "que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones". La clase de religión es una derivada directa de ello, pero no necesaria. Es fruto de una interpretación concreta y específica. Nada impide que, por ejemplo, la clase de religión sea impartida en horario extraescolar. Igual que se apunta a los niños a clases de inglés, kárate o música, se les puede llevar a clase de religión. No tiene que estar incluída en el currículum académico ni ocupar espacio en el apretado horario escolar, al que ya le falta tiempo para lengua, matemáticas, etc... Actividad extraescolar que, por cierto, no tendría ni por qué impartirse en las instalaciones del centro escolar (donde a estas alturas todavía se discute si de las paredes de sus aulas pueden pender crucifijos o no). Ni que tendría que ser financiada con dinero público.

Pero no sólo se dan todos esos supuestos, sino que se produce la paradoja de que los profesores de religión son seleccionados (y descartados) libremente por la Iglesia, pero laboralmente dependen de la administración educativa que les paga. Despide la Iglesia, sujeta a las selectas y selectivas leyes divinas -una  mujer casada por lo civil con un divorciado no puede impartir religión, pero no tiene problema alguno en casar en la Almudena a una divorciada con el heredero al trono-, pero la demanda por improcedencia (o por violación de un derecho fundamental) según las leyes humanas la sufre la Administración. O, lo que es lo mismo, la sufrimos todos.

A esta Iglesia a la que pagamos todos, se le permite extender sus tentáculos a la educación de nuestros hijos. No ya a través de las clases de marras, sino a través de la financiación de los centros concertados (que me expliquen en qué parte de la Constitución se dice que será obligatorio concertar con todo centro educativo que pretenda abrir sus puertas) que convierten a nuestro país en un modelo único en Europa y nuestra escuela pública en un reducto cada vez más depauperado y más parecido a guetos educativos para colectivos marginados y sin medios y minorías.

Y esta Iglesia a la que pagamos todos, se permite ejercer de lobby asfixiante en temas que van del ámbito de la moral pública a la sanidad, encendiendo las bajas pasiones de mucha gente (no precisamente de los que, hartos, quieren dejar de ser considerados oficialmente "hijos" de esta Iglesia, y no pueden).



Por todo ello, y con la excusa de la sentencia del Tribunal Constitucional y estas fechas (lo digo por la campaña de la Renta, no os equivoqueis): a la hora de hacer la declaración, marcad la casilla de la X solidaria.





viernes, 15 de abril de 2011

La tasa Robin Hood


 ¿Alguien se acuerda de la tasa Tobin? Sí hombre, sí. Aquella propuesta lanzada por el economista y premio Nobel norteamericano James Tobin en los años setenta, en plena crisis de divisas tras saltar por los aires el sistema de Bretton Woods. Y es que su razón de ser, cuando Tobin presentó su propuesta, era favorecer la estabilidad de los mercados internacionales de divisas, penalizando aquellas transacciones financieras puramente especulativas que amenazaban con desestabilizar una moneda.

Esta propuesta, que ha permanecido guardada al fondo del cajón de la economía en estas décadas de orgía desregularizadora, retorna ahora con fuerza. Y no sólo de la mano de sus clásicos defensores, los movimientos altermundialistas y ciertas ONGs, que nunca abandonaron la idea, sino también por parte de líderes políticos y económicos mundiales. Ello fundamentalmente a raíz de la crisis financiera y económica mundial en la que seguimos enfangados desde hace casi tres años, precisamente como consecuencia de esos diábolicos ejercicios de ingeneria financiera que no han creado ningún valor (más allá de los obscenos beneficios para las castas de las cities y los Wall Streets, claro). Sirva un dato como muestra: según el Banco Internacional de Pagos de Basilea, en 2010, en plena crisis, el mercado internacional de divisas movía un volumen un 20% superior al de 2007. Ello se traducía en que, del total de operaciones cambiarias que se realizaban a diario en el mundo, sólo un 2% llevan asociados intercambios comerciales. O lo que es lo mismo, sólo un 2% de esas operaciones tiene como base eso dado en llamarse la "economía real" (o lo que es lo mismo, tú empleo o el mío). De aquellos polvos nos vinieron estos lodos (si aun no lo has visto, tienes que ver el documental ganador del último Óscar: Inside Job).

El contexto actual (la ciudadanía de a pie pagando los excesos de una élite que continúa engordando sus cuentas corrientes) y el márketing (y la ONG que está impulsando la campaña con fuerza, Oxfam) han determinado que la tasa Tobin o tasa para las transacciones financieras haya sido relanzada como tasa Robin Hood.




Consistiría en gravar con una cifra próxima al 0.05 % esos grandes movimientos transfronterizos de capital, la inmensa mayoría de ellos con un marcado carácter especulativo. El objetivo sería doble: por un lado desincentivar estas actuaciones (aunque no dejo de preguntarme si un 0.05 % será precisamente un gran desincentivo) y, por otro, recaudar una nada desdeñable cifra próxima a los 300.000 millones de euros anuales con los que, entre otras cosas, podrían financiarse los Objetivos del Milenio.

En la actualidad, se está presionando para que el G-20 impulse la adopción de esta tasa, y parece que hay gobiernos tan relevantes (y amigos del populismo y el cálculo electoral, dicho sea de paso), como el francés de Sarkozy o el alemán de Merkel, que apoyan esta medida. Además, 1.000 economistas de todo el mundo (incluyendo algunos tan relevantes como Joseph Stiglitz, Paul Krugman o Jeffrey Sachs) han firmado una carta dirigida a los miembros del G-20 instándoles a dar los pasos necesarios para poner en marcha esta iniciativa.

Estos días la iniciativa está teniendo bastante repercusión mediática, no pretendo contar nada nuevo. Sólo dar difusión (en la medida de mis humildes posibilidades) a una medida interesante que parece increíble que no haya salido aun adelante (signo de los tiempos). Una de las justificaciones (lamentables) que se esgrimen es que, al final, las instituciones financieras acabarán repercutiendo esta tasa a nosotros, los ciudadanos, sus clientes. Habrá que estar vigilantes, las instituciones y nosotros. Como debiéramos estarlo siempre. ¿Has oído hablar de la banca ética? ¿Sabes que hay organizaciones que trabajan por favorecer la transparencia de nuestras empresas exigiéndoles que den cuenta de lo que hacen con nuestro dinero?

Hay que ser exigentes. No ya con los bancos, que también. Con quien debería dictarles unas reglas de juego. Con quién debería estar a nuestro servicio y no al suyo. Nuestros representantes. Actívate, y lanza tu flecha.





martes, 5 de abril de 2011

Indignaos (III). Reaccionar.

Los ciudadanos de a pie estamos siendo víctimas de una crisis de la que están saliendo reforzados, contra todo pronóstico, sus causantes: la doctrina neoliberal, la desregulación, el capitalismo salvaje... Hemos quedado petrificados ante la magnitud del desastre, como cuando vimos en nuestras pantallas las consecuencias del brutal tsunami en Japón. Boquiabiertos, sobrecogidos, sintiéndonos afortunados de no estar allí.

Así hemos asistido al rescate de Grecia o Irlanda. A la imposición de draconianas medidas desde instituciones internacionales. A la devaluación de nuestro nivel de vida. A la pérdida de optimismo y expectativas ante el futuro. Y mientras nosotros callábamos y contemplábamos pasivos el espectáculo, alguien ha decidido por nosotros. Y no hablo de nuestros dirigentes, que parecen ser tan arrastrados por la marea como nosotros. Hablo de una plutocracia invisible dominada por grandes multinacionales, grupos de inversión, especuladores globales... supongo que eso que llamamos "mercados".

¿Cuál es el problema? El gran problema es que no tienen cara. Que no sabemos cómo funciona esa trastienda de poder paralelo al democrático. Lo que sí sabemos cómo funciona es nuestro modelo institucional, supuestamente representativo y democráctico. Es a nuestros representantes a quiénes podemos (y debemos) exigir que nos representen, que gobiernen velando por nuestros intereses, por nuestro futuro. Y es a ellos a quién tenemos que levantar la voz y decir basta. Como han hecho los ciudadanos islandeses, por ejemplo.

Islandia fue la primera víctima del descarrilamiento de esa gran ruleta de casino en que se había convertido nuestro modelo económico, más dado a la especulación que a la inversión. Cuando sus bancos se fueron al garete, la presión de los inversores foráneos (ingleses y holandeses sobre todo, que allí Rumasa no había ofertado sus pagarés) hizo que el Gobierno islandés impulsara una ley que preveía indemnizar a estos inversores. La receta propuesta no era novedosa, por tanto: inyectar dinero público a cambio de lastrar las cuentas públicas y disparar el volumen de deuda. Esto suponía afrontar el plan de ajuste de turno avalado por el propio FMI, el mismo que sólo unos años antes señalaba a esta isla como el paradigma de la virtud del modelo. Sin embargo, tan duro fue el ajuste que los islandeses dijeron, simplemente, no. Dijeron basta. Forzaron un referéndum en el que con el 90% de los votos a favor se negaron a pagar ese precio por algo de lo que no habían sido responsables. Desde entonces un nuevo Gobierno ha negociado unas condiciones menos leoninas que serán sometidas, de nuevo, a referéndum; y se va a reformar la Constitución a través de una asamblea popular, en lo que representa uno de los ejercicios más notorios de democracia directa en la Historia reciente de occidente (aunque esto no haya merecido la atención de nuestros medios de comunicación, no vaya a cundir el ejemplo).

En España, de momento, nuestra sociedad parece seguir narcotizada. Sin embargo se perciben movimientos subterraneos de diverso calado que demuestran que no estamos tan dormidos. Es cierto que, de momento, no nos hemos echado a la calle, como hicieron los portugueses (jóvenes y precarios) hace apenas unas semanas; o que tampoco hemos dado la espalda a las opciones electorales tradicionales apostando por nuevas opciones basadas en el compromiso social y el sentido común, como acaban de hacer los alemanes de Baden-Württemberg, por ejemplo. Pero algo se mueve.

Por ejemplo, hace tan sólo unos meses, se constituyó la Fundación Equo, en lo que se pretende sea la primera piedra en la construcción de una nueva formación política que concurrirá a las elecciones generales del próximo año. Esta formación nacerá desde el corazón de la propia sociedad civil y al margen de todo tipo de tutelas, enarbolando las banderas del ecologismo político, la equidad social y la democracia participativa. Es un proyecto abierto a todo el mundo que comparta ideas y valores que merece la pena defender. Léete su manifiesto. Si quieres unirte al proyecto, simplemente adopta Equo.




O, a raíz del debate sobre la Ley Sinde, se creó el movimiento #nolesvotes, que propugna precisamente eso, no votar el próximo 22M a ninguna de las formaciones políticas que apoyó la norma (PSOE, PP y CIU) y votar (ni abstenerse ni voto en blanco) a cualquier otro partido, mejor si son alguno de los que se opusieron. Este movimiento ha sido impulsado por algunas figuras relevantes en la red, como Enrique Dans o Ricardo Galli. El movimiento pretende, de manera muy acertada, canalizar la profunda desafección ciudadana de la que aquí hablamos, incluyendo en su argumentario, al margen del rechazo a la Ley Sinde, su rechazo al sistema electoral existente o a la corrupción generalizada (consultar su wiki). Eso sí, su objeto de oposición (aunque se valgan de estos otros argumentos) es la Ley Sinde, y pretenden dejar patente con qué apoyo cuentan a través de una elecciones destinadas a elegir nuestros alcaldes y gobiernos autonómicos, lo cual no deja de ser chocante.



Pero hay más ejemplos. Como la comunidad Actuable, que impulsa la comunicación entre la sociedad civil y los gobiernos, empresas y otros actores a través de la posibilidad de suscribir manifiestos que se dirijan a éstos expresando las preocupaciones de los distintos colectivos sociales sobre temas de todo tipo y relevancia. Es un ejemplo de lo que se denomina ciberactivismo y que, a nivel global, encuentra uno de sus mayores exponente en el movimiento Avaaz. Pero que también encuentra su sentido en experiencias más concretas como, por ejemplo, la campaña en favor de la llamada Tasa Robin Hood. O a escala más reducida, aun. Por ejemplo, hace unos días asomaba en la red el movimiento Juventud Sin Futuro.


A ello se suman los movimientos en las librerías, algunos de dimensiones colosales, como el fenómeno editorial de Stephane Hessel, que ha encontrado su continuación en España en la obra coral Reacciona, coordinada por Rosa María Artal, prologada por el propio Hessel y en la que colaborar personalidades como José Luis Sampedro, Federico Mayor Zaragoza o Baltasar Garzón. Y otros más pequeños en tamaño, aunque igualmente interesantes, como No somos hormigas. Lo relevante es que no podemos (¡no debemos!) quedarnos de brazos cruzados. En nuestra mano está hacer muchas cosas, por pequeñas que puedan parecer, que favorezcan el cambio. Así que podríamos decir, "a lo Kennedy", aquello de no te preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país (yo cambiaría "tu país" por "la sociedad")


En cualquier caso, es evidente el protagonismo y la oportunidad que Internet nos ofrece (que se lo digan a los jóvenes árabes). En términos de acceso a la información, de comunicación, de organización, de visibilidad... La sociedad civil puede organizarse hoy mejor que nunca gracias a las nuevas tecnologías. Y lo hace al margen del sistema porque, sencillamente, el sistema no ha terminado de zambullirse en este mundo que nos facilita más que nunca la posibilidad de sentar las bases hacia un tan necesario como nuevo modelo de democracia. Más transparente, más participativo, más exigente desde el punto de vista de la responsabilidad. Más dinámico.

Se acabó el que nuestra voz se alce sólo cada cuatro años, que nuestra opinión se reduzca a la elección de la papeleta que depositamos (o no) en la urna. La realidad es más amplia y compleja, y el proceso de toma de decisiones ha de ser lo suficientemente inclusivo para que los ciudadanos nos sintamos representados. Sin eso no hay democracia ni posible ni real. Tampoco, insisto, sin una ciudadanía activa, informada, formada, comprometida y participativa. Y una cosa (un sistema más participativo y transparente) lleva a la otra (una ciudadanía más activa y comprometida). Y viceversa.

Post larguísimo que se resume en: indignados, sí; pero responsabilizados y con muchas ganas de actuar para cambiar las cosas.

Reacciona. Responsabilízate. Sé ciudadano.

viernes, 1 de abril de 2011

Indignaos (II). De la desafección al cambio.

En este año 2011 estamos asistiendo, probablemente, a uno de los acontecimientos históricos más relevantes desde la caída del muro de Berlín. Me refiero a esa ola en forma de revueltas sociales que está recorriendo el norte de África y Oriente Medio y haciendo tambalearse a seculares regímenes autocráticos, de Túnez a Egipto, pasando por Libia, Siria o Yemen. Con distintos matices, sí. Con diferente discurrir, también. Pero con un evidente denominador común: la sed de libertad, derechos y democracia de los ciudadanos de estos países.

Mientras, al otro lado del Mediterraneo, en Europa en general, parece que nos comportamos como unos nostálgicos observadores a los que sus propias revoluciones (el establecimiento de las bases de nuestro modelo de estado del bienestar tras la IIGM, la construcción de Europa, el mayo del 68...) quedan lejos. En España, llegamos tarde a todo eso, pero también alcanzamos nuestras propias conquistas tras la muerte de Franco en su cama... y hoy muchos miran con una nostalgia añadida el levantamiento de esos ciudadanos contra sus tiranos. Pero, en cualquier caso, parece que el ruido y la furia quedan muy lejos para nosotros, ciudadanos acomodados de esta Europa cuna de libertades, derechos y democracia.

Esa falta de movilización, de compromiso, se predica especialmente respecto de la juventud (habiendo sido la juventud de las sociedades árabes piedra angular de las revueltas), de la que siempre se espera que esté un peldaño por encima del resto de la sociedad en términos de implicación. Sin embargo, los datos son tozudos (Jóvenes, participación y cultura política. Injuve 2009; Juventud en cifras. Valores y actitudes. Injuve, 2009; Informe Jóvenes 2010. Fundación SM) y demuestran que los jóvenes españoles, en términos generales, se implican y participan más bien poco. No ya en partidos políticos o síndicatos, sino tampoco en otras modalidades de asociacionismo. Su interés en la política es bastante reducido, asimismo. Se dice que no tienen ni proyectos ni ilusiones e, incluso, se ha inventado una nueva etiqueta para ellos: generación ni-ni (que, como toda etiqueta, responde a un estereotipo al que respondería un pocentaje muy limitado de este segmento de población, como acaba de demostrar el estudio impulsado por el Injuve Desmontando a ni-ni).

Pero, no nos engañemos, esa supuesta falta de compromiso, esa pasividad, ese desinterés es igualmente predicable de cualquier otro segmento de la población. La afiliación a partidos políticos (las tres grandes formaciones suman un total que no alcanza al 3% de la población española) y a síndicatos (una de las más bajas de Europa) se encuentra bajo mínimos. Los jóvenes se encuentran al mismo nivel que los menos jóvenes. Como dice Irene Milleiro, Directora de campañas de Intermón Oxfam, los jóvenes se movilizan lo que les toca (si representan al 20% de la población, ese es exactamente el porcentaje que suponen entre los 100.000 colaboradores de su organización). O que, si echamos un vistazo al último barómetro del CIS, sus preocupaciones son las mismas.

Sin embargo, como decíamos en el anterior post, nos sobran los motivos para movilizarnos y funcionar como una ciudadanía activa que goza del privilegio de ejercer en libertad esos derechos por los que ahora pelean los árabes y que nosotros tenemos ya conquistados. Motivos relacionados con diferentes ámbitos: económicos (la tasa de paro, las ayudas a los bancos, los ajustes fiscales...), sociales (los recortes de derechos, la devaluación de los servicios públicos, los atentados contra nuestro medio ambiente...) o políticos (la campante corrupción, la falta de trasnparencia y vías participación, la tiranía de partidos...).

Pero en mi opinión, esta apatía es predicable de un ámbito muy concreto: el de la participación política, lo que afecta de lleno al corazón de nuestra democracia. A una inmensa mayoría de la gente la política le interesa poco o nada, no confía en los líderes políticos que tenemos, ni en los partidos e, incluso, llega a considerarlos como unos de los problemas importantes de nuestro país. Así que, efectivamente, nuestro sistema está enfermo desde el momento en que ni participamos en él ni confiamos en él. Parece que no nos vale.

Al menos no tal y cómo está concebido, cómo funciona. Eso es lo que explica en gran parte la desafección de una ciudadanía hastíada de un modelo marcadamente bipartidista que mantiene bajo sordina institucional las voces de los movimientos minoritarios que, como consecuencia del pérfido sistema electoral español  (enlace a los posts hablando del tema: I, II y III), tiene bastante complicado acceder a nuestras instituciones. Así, todo queda en manos de los que muchos llaman con sorna PPSOE, haciendo alusión a que cada vez más los dos grandes partidos y sus propuestas se parecen más entre sí. A que sus discursos y el ruido de la trifulca nuestra de cada día, así como su apuesta por permanecer lejos de la ciudadanía (por opacidad, sin rendir cuentas, con poquísimas ruedas de prensa, con declaraciones pre-fabricadas, controlando el timing de la información política en TV...) abonan el campo en el que florece la desafección, y convierten a los ciudadanos en objeto útiles cada cuatro años para depositar un voto en una urna. Entre medias, se sacan adelante normas muy contestadas por mucha gente (Ley Sinde); se rechazan propuestas (saldar la hipoteca entregando la casa) con un fuerte apoyo popular que, incluso, se traducen en una iniciativa legislativa popular; se cambian las reglas del juego y se obvian puntos importantes del programa electoral; se extiende la mancha sobre el mapa de la corrupción en España; se afianzan los lazos con el poder económico; se entierran proyectos para afianzar la trasnparencia de nuestra Administración...

Las mismas razones que justifican nuestro hastío y apatía son las que deben alimentar nuestra indignación y nuestra voluntad de cambio, de actuar. Las cosas se pueden (¡se deben!) hacer de otra manera. No hay democracia sin una ciudadanía comprometida, activa, formada, informada e implicada.

Bajo esta piel social de pasividad y resignación late un corazón de cambio. Algo se mueve. Continuará.