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lunes, 21 de junio de 2010

Transparencia (I)

En su reunión de la semana pasada, el Consejo Europeo adoptó diversas decisiones, entre ellas la de hacer públicos los denominados test de solvencia realizados a las entidades bancarias. Con ello, de alguna manera, se van a poner al descubierto las tripas del sistema financiero europeo, dejando entrever qué es lo que guarda (o esconde) cada cuál. De hecho, todos podemos recordar cómo en los inicios de esta crisis (entonces llamada subprime) se señalaba a las operaciones opacas (se me ocurren muchos y variados adjetivos, aunque el más apropiado para el tema del post es éste) realizadas por grandes entidades financieras sobre activos inmobiliarios de dudosísima calidad como las culpables y desencadenantes de la crisis. Famosísimo fue este vídeo que nos explicaba de manera muy cómica el procedimiento, así como la versión ibérica de Leopoldo Abadía y sus NINJAs.

No parece difícil concluir que la opacidad, que la falta de transparencia (combinada con los pocos escrúpulos de unos, la falta de luces de otros y esa desregulación traducida en descontrol que era -y es- la piedra de toque del pensamiento único) propició esta realidad que hoy vivimos. O dicho de otro modo: de aquellos polvos vinieron estos lodos. Bien. Conforme la crisis se iba extendiendo de manera paralela a la caída de Lehman Brothers y la "nacionalización" de Fannie Mae y demás entidades con nombre de restaurante de comida rápida tristemente famosos, mucho se habló de la necesidad de saber cuál era la situación de cada banco, de saber hasta qué altura del cuello llegaba el agua. Transparencia.

Han tenido que transcurrir dos años (y que la crisis haya hundido su pica en el corazón del erario de nuestros estados) para que en Europa se promueva una medida que parece apuntar en esa dirección. Más vale tarde que nunca. Aun así no ha sido una decisión precisamente unánime, sino que en cierto modo ha llegado precipitada por los propios acontecimientos. Y aun así siguen abundando los que critican tal medida aduciendo lo arriesgado que sería poner al descubierto a entidades en una situación precaria. Como si no hubiera habido riesgos cuando no se sabía muy bien qué tenía cada cual y cómo estaban sus balances verdaderamente. Esa desconfianza, esa incertidumbre provocaba que el riesgo, paradójicamente, se tornara cierto, real. Y esta situación se ha vuelto todavía más dantesca e incomprensible cuando dicha desconfianza, dicha incertidumbre se han convertido en un poderoso aliado para aquéllos que especulan, tahúres que se ha demostrado que juegan con nuestro bienestar de manera menos indirecta de lo que sospechábamos (y todavía más descotrolados de lo que creíamos).

Si de la crisis se hace virtud y el sentido común se hace presente en nuestras vidas por la vía de la puesta en práctica de reglas razonables para este juego (aun cuando siga pareciendo una ruleta de casino), algo habremos avanzado. Pero junto a las reglas se requieren principios elementales. El más elemental de todos, quizá, y especialmente en democracia, es el de la transparencia.

La transparencia genera certidumbre y confianza. Da seguridad. Y provee a la sociedad de información. Una ciudadanía informada es una ciudadanía más y mejor formada, más rica, más libre, más consciente, más responsable, con más poder decisorio, más activa y participativa. Y unos poderes públicos trasnparentes son, a su vez, más susceptibles de ser depositarios de nuestra confianza, al someterse de manera habitual y directa al escrutinio de todos. Serán más legítimos, más justos y equitativos, más eficientes, más cercanos... más democráticos.

No obstante, el principio de transparencia no debe predicarse únicamente de un ámbito concreto, el de las entidades financieras, o de uno general, el de los poderes públicos, por ejemplo. La transparencia debería extenderse a todos aquellos extremos que tocan el marco de afectación de los intereses generales, públicos.

Continuará

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